Aunque el tiempo evidentemente hace lo suyo, Dylan no declina, se revitaliza, se reencarna en vida. Es imposible concebirlo de otra manera. En Banchero, después del primer Gran Rex, mientras tratábamos de descular qué lo impulsa a seguir con este Never Ending Tour en el que nos tiene a todos embarcados hace años, tuvimos claro que no es por guita o por fama. “Vive para esto”, insistió mi hijo, lo que en otras palabras venía a significar que si no hace esto, se muere, más aún, Dylan está en esto para que el final lo encuentre haciendo esto, pensé. La boca se me haga a un lado.
De pibe me pasaba que leía a poetas como Ginsberg, Baudelaire, Corso, Rimbaud o Withman, o a escritores como Lewis Carroll, Kerouac, Salinger o Steimbeck, o veía películas de Chaplin, Nicholas Ray, Elia Kazan o Win Wenders, o admiraba cuadros de Picasso, El Bosco, Caravaggio o Jorge de la Vega, o me deleitaba con obras de Hokusai, Winsor McCay, Crumb o Escher, pero volvía a Dylan, siempre después, invariablemente, volvía a Dylan. En algún momento de aquellos años, gracias a un poema de André Bretón, comprendí que existían vasos comunicantes en toda manifestación artística que despertara nuestra sensibilidad.
Como sea, Gracias, Bob, por todo este tiempo, y por estos Gran Rex repletos de pibes brindándote su respeto, buscando alguna clase de ejemplo o de palabra que los acompañe en el maravilloso atolladero de ser jóvenes, coreando un ingenuo pero conmovedor “Dy-lan, Dy-lan”, y vos tocando como nunca, ahora también showman y tecladista, siempre nuevo, siempre otro, imprevisible, mágico, original, tocando como si fuera la última vez, o como la primera, como si recién estuvieras llegando de Juárez, de Gallup, New México, de Minneapolis, de Hibbing o de Duluth, detrás de aquellas colinas, allá en tu Minnesota natal.