Abrió los ojos y pensó todavía un rato entre sueños
Se concentró en cada miembro y en cada órgano del cuerpo humano
Uno por uno y una vez tras otra los separó minuciosa y mentalmente
Según pudo o le vino en ganas jugó incluso a articularlos libremente
Como si un brazo acaso pudiera encastrar donde va la pierna
Y la pierna insertarse perfectamente en el hombro donde calza el brazo
Como si el corazón pudiera ocupar el exacto lugar del cerebro
Y el cerebro pudiera caber cómodamente dentro del ano
Pensando así siguió el camino que termina siempre en un abismo
Pero no era momento de pensar en lo que anima al cuerpo
Algo le llamó la atención en el suelo polvoriento en medio del llano
Era el frágil armazón de una langosta muerta y lo partió con los dedos
Lo escuchó sonar igual como si quebrara una ramita en seco
Separó sus extremidades, auscultó cómo se acoplan las coyunturas
Un rato después hizo lo mismo con un pajarito ya enjuto por el viento
El cual nunca dejó de evocarle ese vasto desierto que es el tiempo
Tropezó más tarde con la osamenta de un caballo muerto
Para poder estudiarlo tuvo que espantar a piedrazos a unos perros
Que a tarascones comían de las sobras adheridas al esqueleto
Pero no era momento de pensar en lo que anima al cuerpo
Con el pasar de los días aprendió sobre las efigies y las estatuas de los dioses
Supo que podía moldearlas, forjarlas o esculpirlas con ciertos
materiales
Indagó así sobre la arcilla, la roca, el mármol, el oro, el hierro y el
bronce
Todos elementos con los que sería posible darle volumen a la carne
Y acudió a los entrenamientos de los lanceros y los guerreros
Los admiró luciendo sus escudos, espadas, armaduras y yelmos
Vio en detalle sus cuerpos torneados, fibrosos, viriles, cada movimiento
Y en la noche de luna llena vio su sombra proyectada en el desierto
Detenidamente reprodujo durante horas infinidad de posturas y destrezas
Pero no era momento de pensar en lo que anima al cuerpo
Una mañana anduvo husmeando a orillas de un acantilado
Entre las rocas, hechos pedazos, vio a los que allí eran arrojados
Los más sanguinarios delincuentes, los deformes, los adefesios
El rojo sangre y el agua verde esmeralda tiñendo la costa de negro
Mientras el aire dulzón por momentos se volvía nauseabundo
Entremezclándose con las frescas bocanadas del mar salado
Y fue entonces que tuvo que vérselas con las aves carroñeras
Que con sus patas y picos pretendían seguir desguazando
Los suculentos restos que enardecen la naturaleza de las fieras
Pero no era momento de pensar en lo que anima al cuerpo
Esa misma noche se soñó persiguiendo a su sombra
Fragmentándose entre el follaje del bosque, sobre unas escalinatas
El color de su sudor le pincelaba la piel, volviéndola de plata
Como un engendro animal, fantástico como una quimera
Que al verse acorralada reveló su apariencia verdadera
Los ojos encendidos, garras como tenazas y porte de gigante
Cara a cara mirándose en su propio reflejo en un eterno instante
Y como quien vuelve de una pesadilla despertó sobresaltado
Era horripilante y para volverse loco lo que había soñado
Pero no era momento de pensar en lo que anima al cuerpo
Y al amanecer recurrió al arte del dibujo que tenía olvidado
Logrando que su memoria y precisión le guiaran la mano
Hasta humanizar a la criatura que en sueños había creado
Al tiempo que la luz de un rayo se abrió como una grieta
Entre los nubarrones de tormenta que inflamaban el cielo
Cuando se oyó el bramido de furia del Dios del Trueno
Y como un ciego hacia la luz o un embrión al alumbramiento
Supo que la energía que desintegra es la que anima al cuerpo
“De eso debe tratarse la vida”, se iluminó Herón de Alejandría
Y sobre un robot al que llamó Autómata escribió el primer cuento
(*) Carl Sagan me lo reveló en su serie `Cosmos’ y de inmediato lo hice uno de mis ídolos.