martes, 3 de enero de 2012

La vida tiene que doler


Me quemé una mano la noche de navidad. La mano derecha. Estábamos haciendo chipirones con papas en la plancha cuando el aceite agazapado, hirviendo como un guante de fuego, saltó sobre mi mano. Jingle bells. Jingle bells. Soy de bancármela, de no desesperarme, de esperar a ver qué pasa, pero me dolía mucho, y tuve que rajar al Hospital del Quemado.

El médico me dijo que tenía que doler. “Si duele está todo bien”, fueron sus primeras palabras. “Si duele es porque la quemadura fue superficial. Si no doliera sería para preocuparse. La quemadura habría arrasado la piel y las terminaciones nerviosas de los dedos. Así que está bueno que te duela. Tranqui”, concluyó. Lo miré como si realmente me tranquilizara. Suelo ser así de complaciente.

Después vino un enfermero y, mientras me curaba, pensé: “Es filosófico lo que dijo el médico. La vida tiene que doler. Todo lo que duele deja enseñanzas, se valora, es significativo, y merece ser contado. La vida real no tiene nada que ver con toda la mierda puritana que nos cayó encima como tradición, educación, religión, ideología, superstición o moraleja.

Jingle bells. Jingle bells. Sonaba el parlantito del arbolito de la Guardia donde se ve cada espanto. Afuera la calle reptaba a esa hora desierta. La noche se retorcía en el calor salado y pegajoso como una babosa. La saqué barata, pensé, paré un taxi con la mano vendada y me volví a casa reconfortado por el dolor, o al menos por la nueva lectura del dolor con la que el médico me había reseteado.

Un rato después ya estábamos todos nuevamente en familia bajando los chipirones con un buen extra-brut. Cada tanto arrugaba la cara porque me ardía la mano. Pero estaban buenísimos los chipirones. También las papas con oliva y pimentón. En eso escuché que alguien confirmaba que yo la había sacado barata. En seguida fueron las doce y sonaron los primeros cohetes.

Con los días comprendí que si algo hace la vida es doler. Pero está todo bien. Las verdades las tenés siempre tan cerca de los ojos que no las ves. Eso me gustaría decirle ahora al médico filósofo.

Jingle bells. Jingle bells. Lo malo fue que desde aquella noche no volví a teclear mi máquina. Lo bueno es que tengo este cuentito de navidad para contarte.

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