Un buen surrealista, sin proponérselo, sacude la modorra
(a veces parálisis, a veces adormidera) de lo que se admite como realidad
La banalidad del mundo que es el sustrato profundo de la vida
De ahí que no se conciba que un artista de tal calaña no sea suicida
Alguien capaz de arrojarse a las encrespadas aguas del río del olvido
Inmolándose en el intento de sondear lo que parece no haber sido
Lo que siempre estuvo frente a nuestros ojos, aunque nunca nadie lo ha visto
Un buen surrealista no es bueno, es amoral, vago y perverso
Un prestidigitador de voces, ecos, laberintos, palabras y versos
Son tantos sus simulacros y revelaciones, sus relatos de lo
impensado
Desbordantes de polaroids de la nada más absoluta, rimas y ritmos
inanimados
Como por magia del arte, aparte, gestos invisibles y espejos deshabitados
En los que ya ni la belleza ni la armonía ni la estupefacción se reflejan
Ni dependen de un mero catecismo ni de ningún significado
Un buen surrealista juega con fuego y a la luz de un poema
No sólo no se quema sino que termina prendiéndole fuego al fuego
Devoto del ocio y de los excesos, ateo ferviente del éxito y del progreso
Un dedo en el culo tiene como estandarte, la insatisfacción es su religión
Su angurria de vivir no prueba otra cosa que una extrema desapasión
Un buen surrealista es jactancioso, la verdad y la mentira no llaman su
atención
Prefiere desplegar todos los trucos del lenguaje, las alas de su
imagen-nación
Postula los horrores económicos y gramaticales de Apollinaire o de Rimbaud
Rechaza los paraísos y los apotegmas, reniega de la sintaxis y los
sintagmas (que
sabe aplicar pero no explicar) y que le crecen como brotes de selva
inexpugnable
Obra de Adrián Paiva