El brillo en el ojo del dragón
En un jardín de Haifeng, un maestro pintor al que ya nadie podía enseñarle nada delineaba su obra mural inmejorable, un excelso dragón alado, candente de vuelos y leyendas y de atardeceres dorados, perfecto en sus virtudes, proporciones y detalles hasta el más ínfimo íntimo fuego.
Se devocionaba el pintor a sus trazos y texturas cuando una tarde, al declinar su trabajo hasta el sol siguiente, instantánea e instintivamente, con el lienzo todavía fresco, entrevió que algo no estaba bien, y se sintió insatisfecho.
Era un dragón impecable, pero insulso, decorativo antes que artístico, y carecía de aquello que todos ponderaban en él como pintor, un realismo que dotaba de vida a su arte, que hacía que el espectador hasta pudiera evocar las infinitas tormentas y batallas que su creación sobrevolaría, la vida diezmada bajo su sombra alada, el hedor entre las escamas y excrecencias del evidente dragón.
Pero tuvo que venir un Buda que tomara un pincel y con una pizca de amarillo pintara el brillo en el ojo del dragón inanimado para que se le encendiera la mirada y toda aquella fibrosa milenaria maquinaria de sangre de lava echara a volar por los cielos de la Realidad Última y el maestro pintor viera así su obra mejorada.
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