1090. Suzanne Valadon pintó a su gato Raminou en
decenas de ocasiones. Era uno de los felinos que andaban a sus anchas por el
taller de la pintora que los alimentaba cada viernes con nada menos que caviar.
Raminou fue su musa, un condenado guaperas atigrado, un ejemplar macho de la
Belle Epoque que tenía enamorada a su «dueña», si es que tal calificativo se le
puede atribuir a alguien que posee un gato. Y esto se ve en la pose de Raminou,
sentado sobre una tela (que por cierto aún se conserva en el museo-taller de
Valadon en Montmartre). Ahí está el jefe del taller sobre su tela preferida,
suponemos que ronroneando, suponemos que tras una eterna sesión de
auto-limpieza, posando como lo que es: un dios griego que regala unos efímeros
instantes de belleza a Valadon para que consiga pintar una mínima parte de su
grandeza. Raminou es casi una leyenda en Montmartre: aplastado en más de una
ocasión por el culo de Renoir, acariciado por Manet, torturado por el hijo
bastardo de la Valadon que probablemente estaba celoso de Raminou y lo agarraba
por el rabo cuando conseguía pillarlo por sorpresa, justo antes de un doloroso
y merecido zarpazo. Un animal que estuvo sentado en el regazo de grandes
personalidades y fue poseedor de secretos inconfesables sobre la pintora más
talentosa de ese Montmartre irrepetible de los años 20. (Texto de Miguel Calvo
Santos para https://historia-arte.com/)
1089. «La frase ¡Al diablo la Navidad! es ¿una
blasfemia, un oxímoron, pecado, una irreverencia o un grito desesperado que no
nos atrevemos a dejar salir? No lo sé. Vengo de una familia católica donde
siempre se festejó la Navidad. Al principio, con mi familia paterna y materna
juntas, en la casa de mi abuela, la madre de mi madre, que cocinaba para todos,
servía la mesa para todos, y luego lavaba los platos de todos. Años después, a
partir de una discusión en una Nochebuena, sólo nos reunimos con la familia
materna. Los primeros años mi padre seguía viniendo; nos adelantábamos con mi
mamá y mi hermano y él llegaba para la hora del brindis, el pan dulce y los
regalos. Hasta que un día por fin dijo: “Coño, que yo no hago más la
fantochada”, y no fue ni ese 24 ni ningún otro. Más allá de la angustia que me
provocaba la ausencia de mi padre en las Navidades, la anécdota me hizo estar
preparada para decir “¡Al diablo la Navidad!” algún día. Antecedentes
familiares me amparan. Genéticos, casi. En este caso, alguien dirá: “Loca como
tu padre”, en vez del lugar común “Loca como tu madre”, lo que no deja de ser
alentador desde el punto de vista de género. Pero a pesar del permiso paterno,
hasta el 2010 no me atreví a mandar la Navidad al diablo. Que la tradición
familiar, que los niños y sus ilusiones, que alguien tiene que seguir la posta
de la abuela que ya no está, que tampoco hace mal, que a vos nada te viene
bien. Durante los años que estuve casada no sólo no me rebelé sino que además
me ocupé religiosamente del árbol, el matambre, los tomates rellenos, los
turrones, la sidra, las pasas de uva a las doce, el pan dulce, etc, etc,
etcétera. Sin embargo en el 2011, al fin, parece que la cosa puede cambiar. Por
lo pronto mis hijos pasarán la Nochebuena con el padre y el Año Nuevo conmigo,
lo que me deja absoluta libertad de elección acerca de cómo pasar el 24: si
cometo una herejía no arrastraré a nadie conmigo. Pero enfrentarse a esa
libertad implica elegir qué quiere uno, lo que tampoco es fácil. Hace semanas
que vengo evaluando distintas opciones. Varios amigos, con las mejores y más
amorosas intenciones, me invitaron a pasar la Nochebuena con ellos y sus
familias. Pero eso sería algo así como comer los mismos tomates rellenos en la
casa de otros y ni siquiera poder quejarse porque al relleno le pusieron
demasiada mayonesa. La opción de quedarme sola en mi casa, ver una buena
película, comer rico y emborracharme resultaría una gran alternativa si yo
bebiera alcohol, cosa que no hago. Y sin alcohol, temo que a los primeros
fuegos artificiales que estallen en el cielo cerca de mi ventana me ponga mal
porque no estoy con mis hijos, me sienta sola, llore, y a las doce en punto
salga corriendo a buscar al gato para decirle “¡Feliz Navidad!”, el único ser
vivo que me acompaña. También evalué viajar esa noche y que las doce campanadas
me encuentren en vuelo y a los brindis y abrazos con el compañero de asiento
que me haya tocado en suerte. Pero sería muy engorroso y un derroche de dinero
extravagante, más teniendo en cuenta que el 25 al mediodía tengo que estar en
mi casa para recibir a mis hijos. Y entonces, cuando nada parecía cerrar, llegó
la mejor alternativa: una amiga me invitó a una cena donde estaba juntando a
todos los que no festejan la Navidad porque pertenecen a otra religión, porque
no pertenecen a ninguna, o porque no y punto. La propuesta era: “Los invito a
comer a mi casa mientras los demás festejan la Navidad”. Acepté. Sólo me falta
saber si cuando den las doce alguno me hará la gracia de levantar la copa,
total no le hace mal a nadie. Y si en cambio nadie lo hace, comprobaré si me
resulta indiferente o si volveré corriendo a mi casa, con lágrimas en los ojos,
a decirle “¡Feliz Navidad!” al gato. » (“Al gato
no le importaría” por Claudia Piñeiro)
1088. “Cuando vivía en Escobar, Laiseca tenía
varios animales. Vivía ahí porque podía tener una casa con patio para sus
animales. (A pesar del sacrificio de viajar dos o tres o cuatro horas todos los
días; él decía que tenía dos trabajos pero cobraba sólo por uno.) Un día al
volver a su casa encontró que los perros habían matado al gatito cachorro que
había recogido pocos días atrás, y se entristeció, se enojó con los perros, en
realidad se puso furioso, quería castigar a esos asesinos, pegarles,
encerrarlos… Pero lo que hizo (le salió espontáneamente, sin explicación) fue
ponerse a ladrar y aullar como un perro. Sin habérselo propuesto, había dado con
el castigo más eficaz; los perros se aterrorizaron. Con los pelos erizados como
si estuvieran recibiendo una descarga de cien mil voltios, retrocedían con las
patas encogidas, la panza tocando el suelo, se arrinconaban, gemían, los ojos
dilatados por el espanto. Tardaron días en recuperarse. Evidentemente, para un
perro la amenaza de que su amo se vuelva perro es lo peor que le puede pasar,
peor todavía que la muerte. Se explica, creo, porque ese hombre transformado en
perro seguirá siendo el amo (él no puede concebir otra cosa: ya lo ha
interiorizado como amo) pero además será perro, es decir sabrá lo que él sabe,
conocerá desde adentro los mecanismos de acción y reacción del perro, y podrá
ejercer un dominio al lado del cual el del hombre-hombre sobre el perro es
apenas un simulacro lúdico de poder o dominación. Un poder así aterroriza.” (“Alberto
Laiseca por César Aira – Un poder que aterroriza” – encontrado en https://bit.ly/3ep6mJh)
1087. Cuando su amigo Césare Pavese se suicidó,
la escritora y política feminista italiana Natalia Ginzburg mantuvo una
relación muy cercana con Elsa Morante, a quien admiraba muchísimo como narradora,
y en 1985, cuando falleció tras una larga enfermedad, heredó sus gatos
siameses, que son los que aparecen en esta fotografía. Toda la vida le habían
gustado más los gatos que cualquier otro animal, pero sólo desde entonces fue que convivió inseparablemente con
ellos.
1086. “Siempre me sentí motivado por el proceso
del arte y no tanto por el resultado. Siempre fui muy consciente de eso. Vivo
para pintar (mientras debo lidiar con las complejidades de mi pintura) y
también para disfrutar de la compañía de mi gata, pasamos horas y horas juntos
los dos, mientras ella disfruta de mi compañía concentrada en las complejidades
de ser felina." (Frank Stella, pintor y grabador norteamericano, verdadera
referencia del arte abstracto y minimalista, junto a su gata Marisol)
1085. “Mi gato, cualquier gato, absolutamente todos los gatos
me provocan furibundos irrefrenables ataques de amor. Aquí estoy fotografiada
en pleno ataque, prueba irrefutable de mi amor incondicional por ellos.” (Anna
Jagodzinska, top model polaca de Vogue, L'Officiel y Revue de Modes)
1084. “En Lemuria, por obra y gracia de El Colo
-gato luminoso como el sol, bello como el amor correspondido y sabio como
pocos- existe el paraíso. Él le fue dando forma, para poner a prueba el amor
humano de Beatrice. Es ella, en este caso, la que debe atravesar un infierno de
vecinos inclementes, guiada por el oráculo chino, mientras él da señales de
vida desde la altura…” De nuevo Beatriz Vignoli nos conmueve, nos maravilla,
nos ofrece una magnífica historia donde se diluyen los bordes entre autora,
obra y persona, y la realidad que alcanzan los sueños y que es más verdadera
que la vigilia. “Un gato desaparece y un clan solidario organiza su búsqueda
que al principio es narrada como cuento de hadas para luego transformarse en
crónica policial y en una angustiante pesadilla al final. Ante los vecinos
iracundos, atrincherados por el temor y capaces de los actos más viles, se
levanta, sin embargo, la belleza del mito: el continente perdido de Lemuria
donde habitan quienes postulan otra forma de devenir.” Sólo Beatriz Vignoli es
capaz de transformar una serie de posteos de Facebook en un texto que es un
cosmos individual cerrado sobre sí mismo y, a la vez, abierto a dar zarpazos en
el pensamiento de hoy.
1083. Instantáneas gatunas - Su mirada ama,
comprende lo que está pasando y para qué está allí. La llevaron en su
transportador para la despedida. Su dueña estuvo hasta hace poco internada en
la Unidad de Cuidados Intensivos del Sanatorio Güemes de la Ciudad de Buenos
Aires. (Tan conmovedor testimonio me lo aportó Frodo, amigazo que administra el
muy recomendable sitio https://frodorock.blogspot.com/)
1082. “No sé de cuándo ni de dónde viene mi
relación con los gatos. Los amo, claro, pero mi relación con ellos, qué digo
relación si en realidad siento que son como una extensión de mí... Qué
arrogante de mi parte, pensándolo mejor, puesto que podría ser que yo fuera una
extensión de ellos… Como sea, no sé de cuándo ni de dónde viene. ¿Será que de
otras vidas? Puede ser… En la primera foto que tengo mía, tendría unos tres
años y ya hay gatos allí, en casa de mis abuelos. Así que ¿qué relación tengo
yo con ellos? Creo que soy ellos. ¿Me entiendes?” explicó en una entrevista el
gatófilo afamado fotógrafo Masahisa Fukase.
1081. Freddie Mercury, líder de la banda
británica Queen, recogía gatos abandonados del albergue ‘Blue Cross’ de Londres
y se los llevaba a su residencia. Tanto amaba a los mininos que incluso les
dedicó canciones y álbumes, como “Mr. Bad Guy”, dedicatoria que hizo extensiva
"Para mis gatos y para todos los que aman a los gatos alrededor del
universo… y que se jodan los que no!...” Él solía decir que sus gatos eran sus
únicos leales e incondicionales. Tom, Jerry, Oscar, Tiffany, Delilah, Goliah,
Miko, Romeo y Lilly fueron algunos de los nombres con que los bautizó y cabe
destacar que llegaron a ser los beneficiarios de parte de su fortuna por medio
de la fundación que creó para rescatar y proteger a los gatos desamparados. De
todos los que tuvo, sólo Tiffany, una gata Himalaya, fue un regalo de Mary
Austin, la novia a la que siguió llamando siempre «el amor de mi vida», en
tanto los demás fueron todos gatos rescatados... Pero Delilah fue su
inocultable predilección, una hembra de pelo largo esponjoso a la que le
compuso la canción del mismo nombre que está incluida en el álbum “Innuendo”.
(En la foto vemos a Freddie, una tía con Oscar en brazos, Mary Austin alzando a
Tiffany, su pareja Jim Hutton y otros de los amigos que atendían a sus gatos)
Apreciado Carlos,
ResponderEliminarLos gatos son animales mágicos. En algún momento tuve dos, pero ahora no tengo tiempo para cuidar de ellos.
Un abrazo con cariño.
Cada gato, un mundo :)
ResponderEliminarLos amo también.
Como siempre, una gozada leer la Bolsa de gatos.
Abrazo, Carlos.
Mici meravigliosi, li adoro!
ResponderEliminar¿Hay una mejor manera de pasar esta tarde del mes y año estrenados, que leyendo tu bolsa de gatos con Nana acurrucada a mi lado? Lo dudo.
ResponderEliminarTe mandamos, ambas, un abrazo afectuoso.
Yo tampoco sé de dónde me viene este amor gatuno, ni desde cuando, solo recuerdo y tengo presente el amor que me surge en el mismo instante en el cual veo un Michi. Hasta cuando los míos pasan de soslayo por la casa, siento que mi Amor va tras ellos, por eso me rehuyen en ocasiones, por ser una MiauPesada ;)
ResponderEliminarMil besitos más y mi cariño, amigo mío ♥
Hola!
ResponderEliminarLa verdad somos muchos los que nos enamoramos de estos sigilosos mininos. Quizás por su dulce mirada, por el cariño que derrochan, su curiosidad infinita, su alegría contagiosa o la forma en que nos hacen sentir cuando se acurrucan en nuestro regazo. Encantadora entrada!
Un abrazo
Hermosa reseña gatuna, aunque por más que leo no llego a esa comprensión del amor a los gatos, como sea sigo pensando que son un buen compañero para muchos y algunos son bien lindos también.
ResponderEliminarAbrazo
Un animal particular para mi, sí son bonitos.
ResponderEliminarEStuve muy enganchado en varias otras cosas, por eso recién ahora te visito por aquí. Qué grande! Metiste nomás esa foto de "la despedida". Gracias por la mención.
ResponderEliminarDe toda esta Bolsa, me impresiona la situación de Laiseca, ¡qué tipo único! en todo sentido. Escribió la novela más larga de la Argentina, y el cuento en el que se basaron los Piojos para esta gran canción:
https://www.youtube.com/watch?v=2CU9XNTiXak
Abrazazo!